Condena – Cuento

Era el día asignado, las calles cercanas se escuchaban desiertas, como todos los jueves, mientras ella daba vueltas en su celda pausadamente. Había desayunado ligero, se había dado un baño pese a que se lo prohibieron, y vestía esa camisa blanca de pliegues que traía al momento de su captura.

Mientras tanto en la plaza se encontraba armado el estrado, la gente poco apoco llegaba hablando y riendo, era un día de fiesta más que de castigo.

La subieron de un empujón a la carreta que la llevaría a su última parada, ella se paró firmemente en la carreta, con la frente en alto miró al cielo y buscó el sol de media tarde, sus manos atadas en la espalda le impedían mantener el equilibrio, se sentía una heroína, de alguna forma sabia que la muerte no era un castigo si no una liberación, el pañuelo rojo que le pusieron en el cuello ondeaba con el viento al compás de su rubia cabellera.

En el estrado, un conocido y tirano verdugo, vestido de negro agitaba a la masa concurrente, levantaba los brazos y recibía los aplausos del público mientras recorría todo el estrado. No se consideraba un asesino, se consideraba un justiciero, el ejecutor final del poder máximo de la justicia.

Los caballos se frenaron bruscamente al entrar a la plaza mientras se abrían paso entre la gente, las miradas voltearon hacia la imponente figura de aquella mujer erguida en la carreta dejándolos en silencio… silencio interrumpido por insultos y abucheos, la masa pronto se contagio de este comportamiento mientras ella inmune parecía verse cada más angelical a cada insulto recibido.

En el fondo de la plaza, por los rincones y alguna que otra azotea de un bar revolucionario se asomaban los familiares y amigos, fáciles de reconocer por no compartir la fiesta bárbara que se vivía en la plaza. El emisario del rey desapercibido ya se hacía junto al verdugo esperando a la única sentenciada del día.

La carreta se detuvo frente al estrado, ella fue conducida a las escaleras que subió firme y erguida, su rostro serio y angelical, el color de su piel rojiza y su larga cabellera, sus ojos profundos y su mirada calma, le hicieron olvidar por un segundo al emisario y al verdugo que ella tendría que ser ejecutada. “hay que darle alegría al pueblo” le murmuro el emisario mientras camino hacia ella para desprenderle el pañuelo rojo que tapaba su largo y delgado cuello.

Ella misma se acomodó en la guillotina y nuevamente levantó la mirada, dejando ver una sonrisa cómplice mientras murmuraba algo, cómplice con ella misma como si todo estuviera en orden, en paz; como si no existiera toda esa turba de gente pidiendo su muerte, como si no estuviera de rodillas bajo una afilada cuchilla que le arrebataría la vida, como si ya no sintiera la quemadura de las sogas en sus manos ni el raspón de los maderos en sus rodillas.

El verdugo se acerco triunfante a cumplir su mandato, pavoneándose a cada paso, pidiendo a la gente clamor para la ejecución. Parado junto a la guillotina levantó la mano derecha y tomó la soga que al halarla soltaría la afilada cuchilla, pero antes de hacer el movimiento puso su mano izquierda en el oído, la multitud gritaba poseída…

En ese instante, el verdugo, sin poder explicarse el mismo como estaba sucediendo, volteó lentamente y miro a la joven, encontrándose mirada a mirada con ella, convirtiendo esos segundo en una eternidad de revelaciones sobre sus vidas, sobre la inocencia de ella y la vacuidad de la de él,  se sintió más asesino que nunca recordando el sonido de las incontables cabezas agonizantes al caer en ese cesto, deseó en ese instante ser él quien estuviera bajo la afilada cuchilla y ella quien lo ejecute…

 ….

 

–          ¿Y qué pasó papa?

–          No lo sé hijo – respondió pensativo el padre

–          Pero… ¿la mató?

–          No lo sé hijo – repitió calmo el padre y luego agregó – yo quiero pensar que en ese instante una flecha inmovilizo al verdugo y al emisario, y justicieros del pueblo llegaron a rescatarla….

 

El hijo complacido por el improvisado final se acostó en su cama mientras el padre salía de su habitación llevándose con él la luz de la vela que dejó a oscuras el cuarto.

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